domingo, 13 de enero de 2013

Tú.

Tú, que careces de talento para preservar sus pocos episodios de felicidad, tenia una cosa: de vez en cuando el colectivo de replicantes te aburre y entonces los maltratas. A los que no piensan como tu los maltratas también. A veces hasta el punto de no poder cruzarte con sus ojos. Por vergüenza, por repulsa.
Lo ideal para él era encontrar pequeños proyectos de sí mismo. Personal con opinión cercana pero sin derecho al voto. Subordinados para copa y confidencias.
Él no amaba, envidaba. Necesitaba poseer para luego destruir. Por eso creo que hacía daño a quienes decía querer. No podía ni con ellos ni con sus momentos de felicidad. Años atrás había sido muy ignorado, se había sentido solo. Por eso creo que se hizo borde. Para que lo viera alguien.
El mandaba porque no entendía casi nada. Y cuando no entiendes las cosas, te equivocas tanto que tienes que escoger. O sigues pareciendo tonto a los ojos del mundo, o trampeas la carencia convirtiéndose en déspota.
Sé que le había gustado gustar, pero no pudo. Por eso acabó mandando: para poder existir sin tener que disculparse, para encubrir la torpeza, para disimular.
También creo que su esfuerzo por dejar de parecer el tonto e la clase fue excesivo y que acumuló con el tiempo demasiado odio, demasiada envidia, demasiada ira. Que perdió en el camino lo que le hizo amigo, y que llegó a maltratador y por un igual, al mismo tiempo. 
Y ya pareció listo.
Desde aquel día el mundo fuimos él y un montón de personas pequeñas. Y en poco tiempo los demás fuimos ya pequeños para la eternidad.
Como los adolescentes, se sentía superior porque pensaba que era el más desgraciado, que sólo él sufría.
Va a ser de esos que a los treinta y cinco no ha descubierto todavía que a partir de cierta edad los padres ya no tienen la culpa de nada. Y que no hay nada de inteligente en ser un borde, porque ganarse a pulse ser tan poco querido no tiene sentido. Por eso creo que la vida no le sentó bien.
Con quince años, cuando empezaron a tratarle, por soltar un chiste con algo de nivel había vendido a su madre. Pero su madre no estaba y entonces humillaba a quien fuera. El chiste no le salía y ofendía a la mesa. Siempre que fuera para lucirse estaba en su derecho. Eso creía. Algo así como esos profesores débiles que se mofan de un alumno para ganarse a los demás.
Para él fue siempre menos vergonzoso pisar una mano que tenderla. No por nada, porque sí. Porque sentía que a él le habían hecho lo mismo.
Por eso está solo. solo de mal acompañado. Acompañado de gente que se quiere marchar. Que ya no quiere hablar nada porque no quiere arreglar nada. De gente que te sonríe pero se escapa, que no te llama ni se sienta contigo a comer.
Lo que se dice querer, no creo que él haya querido nunca a nadie. Necesitar es otra cosa. Él necesita que le escuchen, le admiren, le chupen el rabo y que duerman con él. Pero a querer no le enseñaron. Por eso no sabe y por eso no le quieren a él.
Ninguno estamos cerca. Nos hemos marchado. Sin él se está siempre mejor que con él. Cuando suena el móvil y aparece su nombre nunca te hace ilusión. Hace mucho, después de mucho más tiempo, me llama por teléfono. No sé para qué llamó. Para lo que llama siempre: para saber si estás mal. Sus frases estaban llenas de amarguras, de resentimiento, de rabia, de desesperanza, de esfuerzo por herirte. Desprendía, como siempre, mucho asco por la gente y las cosas. Tanto que cuando colgué sólo me quedó el mal cuerpo, y la pereza de encontrarnos y el alivio de saberme lejos.

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